martes, 29 de abril de 2014

Tarea para una generación


Soy consciente de que este tema es inabarcable para un artículo de estas dimensiones. Simplemente, quiero dejar esbozadas algunas cuestiones que me apelan hoy por hoy. No sólo a mí, yo creo que este es ya un tema generacional. De este modo, si es cierto que existen las generaciones y que estas se definen por su misión histórica, la misión histórica de la mía es en encontrar su lugar donde no hay lugares. La generación de mis padres, por el contrario, supo rápido qué trabajo le era encomendado: construir el mito, la transición, asentar un nuevo régimen político que les dio muchas satisfacciones, entre ellas, un lugar en el mundo y una posible dignidad.

A nuestra generación nos denominan “la generación perdida”. Etiquetas de esa clase sólo me provocan incomprensión ¿Qué significa estar perdido?, ¿estamos acabados?, ¿pasaremos silenciosos ante la existencia y la historia?, ¿nadie recordará nuestras hazañas?, ¿nunca expondremos una visión propia como generación?,¿no ganaremos el suficiente dinero?,¿no tendremos los mejores puestos, los mejores trabajos?, ¿nos moriremos de hambre?, ¿volveremos al pueblo y a las curanderas?

Quizás esta denominación es una propuesta: lo mejor es perderse, lo mejor es no confiar ya en nada, no echar raíces. Vivimos, si esto es así, lo que Nietzsche denominó “nihilismo”, una época en la que no existe un sistema de valores al que arraigarse. Quien ha estudiado un poco Historia (de la Filosofía) sabe que este destino histórico, como lo entendió Nietzsche, no trajo consecuencias muy esperanzadoras en el siglo XX. No para la humanidad (si es que todavía podemos hablar de algo así).

Sin embargo, Nietzsche vio en esta etapa histórica nihilista, que en su caso fue la crisis de fin de siglo XIX, una oportunidad para el ser humano que aceptaba la vida tal y como era, es decir, sin un sentido metafísico. Una oportunidad para crear su propio valor, su propio sentido, su propia obra de arte en sí mismo. Algo parecido nos dijo Sartre en los años sesenta: somos radicalmente libres, podemos no aceptar la moral tradicional ni otras morales externas y, puesto que nada hay, podemos afirmar nuestros valores y ser responsables con ellos. Las consecuencias de elegir otra moral, otra visión pueden ser realmente difíciles de sobrellevar pero ¿quién dijo que la libertad era un descanso paradisiaco? Sartre hablaba de esa libertad radical como un verdadero trabajo a lo Sísifo.

¿Qué define a nuestra generación? Nuestra vida sigue, sigue el cabreo constante hacia esas instituciones que viven una profunda e insalvable crisis, sigue la represión (a veces sutil, a veces brutal) ante cualquier forma de negación y sigue la manipulación desde todos los ámbitos de poder. Sigue la desesperanza ante las expectativas formuladas en otros tiempos. Lo que más nos define es  el empacho. El empacho como consecuencia de un consumismo salvaje y de una locura colectiva. Nos quedan los esqueletos esperpénticos de todo lo vivido y no elegido. El paisaje también revela esa ideología imperante: esos edificios sin terminar, esos carteles de se vende y se alquila que ya son parte del imaginario colectivo. El otro día recordaba el horizonte de hace unos años lleno de grúas. Recordaba que, en los programas de humor, como el miles gloriosus, aparecía el albañil dando voces. Todo eso, junto a los grandes carteles publicitarios, decadentes, llenos de dientes, definía lo que creíamos ser.

Tampoco creo que este paisaje (actual y pasado) tan desalentador sea algo nuevo. Como describía Pessoa a principios del siglo pasado en El libro de desasosiego “El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación” ¡Qué contemporáneos los antiguos!

¿Qué hacer entre las ruinas? En un primer momento, sentir el peso de la necesidad, ya no sólo de buscar un medio de vida, sino de formular un nuevo horizonte. Quizás esto no pueda hacerse colectivamente porque no exista colectividad o quizás, como consecuencia de lo individual, nacerá la nueva colectividad. También puede ser que la respuesta sólo pueda ser colectiva o de una clase social. Sartre, ya que lo he citado antes, pasó gran parte de su vida filosófica intentando casar el individualismo radical, consecuencia de su concepto de libertad, y el comunismo humanista que defendió. Por lo que sé, acabó defendiendo el anarquismo, algo que todos alguna vez hemos defendido (inconscientemente) o soñado (inconscientemente), dos cosas que, si no son lo mismo, son parecidas.

En cualquier caso, si es posible esta tarea generacional, ese  horizonte creado siempre desaparecerá como Eurídice ante nuestros ojos porque no cabe pensar ya en un sistema de valores, de ideas en el cuál podamos confiar. Al menos yo no. Al menos yo sólo confío en lo que percibo, en lo que siento, en lo que encuentro encarnado, lo que me duele, lo que amo, en lo que pienso y no puedo dejar de pensar. Lo demás, el margen de esto, es el universo frio, exento de toda huella reconocible que cada día se me asemeja más a una máquina trituradora. El otro, para mí, es un ser que sufre, que siente y que es capaz, en su ignorancia, de una crueldad sin límites y sin motivo, como decía Hannah Arendt.

Esta autora, que fue una de las lúcidas filósofas que formuló la tarea generacional de pensar el horror tras la segunda Guerra Mundial, distinguió entre el conocer y el pensar. Pensar es un diálogo interno, reflexivo, un momento en el que somos capaces de empatizar con las ideas del otro, de criticar nuestras convicciones más profundas. Conocer, por otra parte, es desarrollar las teorías, comprender conceptos y sistematizar. Pues bien, sólo pensar nos ayudará a evitar horrores mayores como seguir siendo/ser una sociedad psicópata que no tiene en cuenta al otro aunque el otro sea, en un primer momento, ese universo irreconocible. Quizás la desconfianza sea el motor de una nueva filosofía y una nueva política. Quizás sea la muerte de la fraternidad. En cualquier caso, el pensamiento a este nivel es una responsabilidad ineludible y nosotros, por ser la generación perdida, la hemos adquirido inexorablemente.

Cuando vivía en Santiago, siempre me quedaba embobada mirando el musgo que crecía entre las piedras. Al final, la vida se abre paso aunque sea absurdo, aunque sea esperanzadoramente absurdo. Aunque seamos tan infinitamente absurdos como el universo.

2 comentarios:

Isabel dijo...

Precioso.

Borjulis dijo...

Sí, lo absurdo de la vida que se abre paso. Jurassic Park y el azar. Yo al ver a una cucaracha voladora venir por la calle abriéndose paso me encojo absurdamente. Y me entra la risa. Un placer leerte.