martes, 29 de abril de 2014

Tarea para una generación


Soy consciente de que este tema es inabarcable para un artículo de estas dimensiones. Simplemente, quiero dejar esbozadas algunas cuestiones que me apelan hoy por hoy. No sólo a mí, yo creo que este es ya un tema generacional. De este modo, si es cierto que existen las generaciones y que estas se definen por su misión histórica, la misión histórica de la mía es en encontrar su lugar donde no hay lugares. La generación de mis padres, por el contrario, supo rápido qué trabajo le era encomendado: construir el mito, la transición, asentar un nuevo régimen político que les dio muchas satisfacciones, entre ellas, un lugar en el mundo y una posible dignidad.

A nuestra generación nos denominan “la generación perdida”. Etiquetas de esa clase sólo me provocan incomprensión ¿Qué significa estar perdido?, ¿estamos acabados?, ¿pasaremos silenciosos ante la existencia y la historia?, ¿nadie recordará nuestras hazañas?, ¿nunca expondremos una visión propia como generación?,¿no ganaremos el suficiente dinero?,¿no tendremos los mejores puestos, los mejores trabajos?, ¿nos moriremos de hambre?, ¿volveremos al pueblo y a las curanderas?

Quizás esta denominación es una propuesta: lo mejor es perderse, lo mejor es no confiar ya en nada, no echar raíces. Vivimos, si esto es así, lo que Nietzsche denominó “nihilismo”, una época en la que no existe un sistema de valores al que arraigarse. Quien ha estudiado un poco Historia (de la Filosofía) sabe que este destino histórico, como lo entendió Nietzsche, no trajo consecuencias muy esperanzadoras en el siglo XX. No para la humanidad (si es que todavía podemos hablar de algo así).

Sin embargo, Nietzsche vio en esta etapa histórica nihilista, que en su caso fue la crisis de fin de siglo XIX, una oportunidad para el ser humano que aceptaba la vida tal y como era, es decir, sin un sentido metafísico. Una oportunidad para crear su propio valor, su propio sentido, su propia obra de arte en sí mismo. Algo parecido nos dijo Sartre en los años sesenta: somos radicalmente libres, podemos no aceptar la moral tradicional ni otras morales externas y, puesto que nada hay, podemos afirmar nuestros valores y ser responsables con ellos. Las consecuencias de elegir otra moral, otra visión pueden ser realmente difíciles de sobrellevar pero ¿quién dijo que la libertad era un descanso paradisiaco? Sartre hablaba de esa libertad radical como un verdadero trabajo a lo Sísifo.

¿Qué define a nuestra generación? Nuestra vida sigue, sigue el cabreo constante hacia esas instituciones que viven una profunda e insalvable crisis, sigue la represión (a veces sutil, a veces brutal) ante cualquier forma de negación y sigue la manipulación desde todos los ámbitos de poder. Sigue la desesperanza ante las expectativas formuladas en otros tiempos. Lo que más nos define es  el empacho. El empacho como consecuencia de un consumismo salvaje y de una locura colectiva. Nos quedan los esqueletos esperpénticos de todo lo vivido y no elegido. El paisaje también revela esa ideología imperante: esos edificios sin terminar, esos carteles de se vende y se alquila que ya son parte del imaginario colectivo. El otro día recordaba el horizonte de hace unos años lleno de grúas. Recordaba que, en los programas de humor, como el miles gloriosus, aparecía el albañil dando voces. Todo eso, junto a los grandes carteles publicitarios, decadentes, llenos de dientes, definía lo que creíamos ser.

Tampoco creo que este paisaje (actual y pasado) tan desalentador sea algo nuevo. Como describía Pessoa a principios del siglo pasado en El libro de desasosiego “El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación” ¡Qué contemporáneos los antiguos!

¿Qué hacer entre las ruinas? En un primer momento, sentir el peso de la necesidad, ya no sólo de buscar un medio de vida, sino de formular un nuevo horizonte. Quizás esto no pueda hacerse colectivamente porque no exista colectividad o quizás, como consecuencia de lo individual, nacerá la nueva colectividad. También puede ser que la respuesta sólo pueda ser colectiva o de una clase social. Sartre, ya que lo he citado antes, pasó gran parte de su vida filosófica intentando casar el individualismo radical, consecuencia de su concepto de libertad, y el comunismo humanista que defendió. Por lo que sé, acabó defendiendo el anarquismo, algo que todos alguna vez hemos defendido (inconscientemente) o soñado (inconscientemente), dos cosas que, si no son lo mismo, son parecidas.

En cualquier caso, si es posible esta tarea generacional, ese  horizonte creado siempre desaparecerá como Eurídice ante nuestros ojos porque no cabe pensar ya en un sistema de valores, de ideas en el cuál podamos confiar. Al menos yo no. Al menos yo sólo confío en lo que percibo, en lo que siento, en lo que encuentro encarnado, lo que me duele, lo que amo, en lo que pienso y no puedo dejar de pensar. Lo demás, el margen de esto, es el universo frio, exento de toda huella reconocible que cada día se me asemeja más a una máquina trituradora. El otro, para mí, es un ser que sufre, que siente y que es capaz, en su ignorancia, de una crueldad sin límites y sin motivo, como decía Hannah Arendt.

Esta autora, que fue una de las lúcidas filósofas que formuló la tarea generacional de pensar el horror tras la segunda Guerra Mundial, distinguió entre el conocer y el pensar. Pensar es un diálogo interno, reflexivo, un momento en el que somos capaces de empatizar con las ideas del otro, de criticar nuestras convicciones más profundas. Conocer, por otra parte, es desarrollar las teorías, comprender conceptos y sistematizar. Pues bien, sólo pensar nos ayudará a evitar horrores mayores como seguir siendo/ser una sociedad psicópata que no tiene en cuenta al otro aunque el otro sea, en un primer momento, ese universo irreconocible. Quizás la desconfianza sea el motor de una nueva filosofía y una nueva política. Quizás sea la muerte de la fraternidad. En cualquier caso, el pensamiento a este nivel es una responsabilidad ineludible y nosotros, por ser la generación perdida, la hemos adquirido inexorablemente.

Cuando vivía en Santiago, siempre me quedaba embobada mirando el musgo que crecía entre las piedras. Al final, la vida se abre paso aunque sea absurdo, aunque sea esperanzadoramente absurdo. Aunque seamos tan infinitamente absurdos como el universo.

lunes, 21 de abril de 2014

Danza, danza, danza.


Estos días nuestras retinas han sido disparadas por las imágenes de los cristos crucificados, de las vírgenes rotas de dolor y todos esos hombres y mujeres portando, descalzos, cruces de madera. Ya sabéis, todos conocemos qué es la Semana Santa y también todos conocemos las voces críticas que se repiten cada año como reacción a estos rituales tan singulares. Yo no siento rabia, hoy, hacia ninguno de estos símbolos y tampoco necesidad de hacer una crítica materialista sobre su dimensión política. No, al menos, cuando veo los pasos de Semana Santa. Me parecen tan pintorescos y folclóricos como las caras pintadas de los miembros de la tribu ula-ula, las danzas de los amerindios para pedir que llueva o el imperativo categórico. Quizás, como señala Javier Marías año tras año, lo más molesto sea que tomen la calle y crean que es suya. Ningún otro colectivo cuenta con tanta permisividad para hacer uso de la vía pública. A pesar de estar de acuerdo con esto (aunque tampoco me llevan los demonios), quería reflexionar sobre la presencia del sufrimiento en nuestra cultura.

La adoración del pueblo español por los cristos barrocos, agonizantes, como decía Unamuno, muestra esa pasión española por el sufrimiento en todos los ámbitos de la vida. Especialmente, en los ámbitos que abarcan casi toda la existencia: el trabajo, la familia, la educación… Aprendemos rápido que si no sufrimos, no ha valido la pena. Entendemos que si no hubo un sacrificio, no se consiguió con plenitud el objetivo. Pronto sabemos que si disfrutas, ¡ay! estás haciendo algo mal, estás perdido o a punto de estarlo. El trabajo es un sacrificio en sí mismo, concepto que va desde el jefe hacia el trabajador y desde el trabajador hasta el jefe y no hace falta que este trabajo sea el peor remunerado, el más precario. No sé cuántas veces he oído a alguien regodearse por las horas que echa al cabo del día y todo lo que ha conseguido (materialmente) por su trabajo, trabajo, trabajo. Si haces lo que te gusta, dicen “es como si no trabajaras”. Ya lo dice el refrán: “quién no llora, no mama”. Las madres de mis alumnos me piden por favor “que les dé caña”.Por otra parte,  la pareja, en muchos casos, se ve como una privación: privación de todo lo demás. Las esperpénticas despedidas de solteros/as lo revelan: “disfruta de esta, tu última noche de soltería, porque mañana ya serás un rehén para el resto de tu vida”. Los hijos son una alegría pero también un sufrimiento constante, una preocupación que durará toda la existencia porque acrecientan esa neurosis por el futuro que ya se han encargado de transmitirnos nuestros padres. Creemos que las amistades están para desahogar nuestras penas en ellas. Falso. En definitiva, creemos que el sufrimiento da valor a nuestras acciones y justifica nuestra vida. Si no hay sudor y lágrimas, todo parece un despropósito. Más allá, si no existe cierto grado de sufrimiento ni si quiera hay vida. Como decía Schopenhauer, la vida, a nuestro entender, es un péndulo que oscila entre el sufrimiento y el aburrimiento.

Hablemos ahora de la alegría, esa gran ausente en la vida de la mayoría de los individuos. No hablo de embriaguez, aunque tampoco la descarto. Hablo del fluir, de la maravillosa sensación de haber reído durante horas, de la paz que se siente cuando todo está presente. Cuando simplemente comprendes o te sientes comprendido. Ese momento cuando nada pesa, ni el bochornoso pasado ni el temible futuro. Ese simplemente estar. De la alegría hay que decir poco, es sencilla.
Mientras pensaba todo esto, recordaba que de adolescente me encantaba bailar en mi cuarto sola. Bailar como una loca, literalmente. Siempre tenía miedo de que mi padre o mi madre abriese la puerta y me encontrara dando brincos sin sentido por la habitación. Ahora me pregunto ¿de dónde viene esa vergüenza? Lo más curioso es que no sentía vergüenza alguna cuando perdía los papeles y gritaba de rabia o insultaba hasta que me dolía la garganta. Todo el mundo comprende esos sentimientos: la rabia, la crispación, la tristeza, la indiferencia y por eso no los ocultamos, les damos rienda suelta. No nos avergonzamos cuando criticamos o chismorreamos sobre alguien porque todo el mundo lo hace.  Al menos, no nos avergonzamos tanto como de esas bellas debilidades del alma, esas cosas que nos descubren ante los otros. Cuando veo a una persona muy querida encantado por su bolígrafo nuevo o su agenda nueva, por ejemplo, descubro a ese niño que era feliz estrenando una libreta con ese olor del papel nuevo. Eso, eso tenía un significado para él porque él también era y es eso. Esa felicidad tan simple, tan accesible. El problema es que luego las cosas se complican o las complicamos nosotros, directamente. Los deseos se vuelven extraños, retorcidos, lejanos, oscuros, mediatizados, tergiversados. Creemos que somos seres carentes de todo, necesitamos otra cosa, siempre otra cosa. Aquí no, así no. Todos los ideales que se mantienen en esta sociedad tienen que ver con el sufrimiento: el cuerpo escultural, la verdad, la riqueza y el poder. Tienen que ver con lo imposible: la juventud eterna. La felicidad de la que se nos habla en la publicidad siempre está relacionada con el consumo. El ocio, ese concepto tan odioso, sólo tiene que ver con el consumo y el consumo con el trabajo y el trabajo con el sufrimiento. El sufrimiento, la raíz del ocio.

No estoy hablando  de la New Age, de verdad que no. Como dice una fantástica escritora (su faceta de actriz no la conozco)Angélica Lidell cuya obra El centro del mundo ha sido publicada por la editorial Uña Rota, son aquellos que necesitan irse al desierto para encontrarse y realizarse a sí mismos de los que más se puede desconfiar en ese propósito espiritual. En realidad, yo aquí hablo de algo muy próximo al niño de Nietzsche, es decir, a  la vida espiritual superior. El niño, dice Nietzsche, es el superhombre: juega, crea su propia realidad y goza, goza, goza. Es un santo decir sí, en palabras del autor, donde la inocencia es el modo de mirar la vida. Permitámonos ese gozo. Olvidemos la culpa. Recordemos que vivir no es sólo penar, incluso cuando las circunstancias no nos acompañan. Habilitemos espacios donde este gris actual pueda ser transformado en danza, danza, danza.

miércoles, 16 de abril de 2014

Simbología de los pechos


Este artículo lo escribo a raíz de varias conversaciones que he tenido con distintas y muy diferentes personas. Este es también un tema de actualidad. Hace pocos meses varias activistas de Femen entraron en el congreso con sus pechos al descubierto, donde se podía leer “el aborto es sagrado”. A raíz de esto, mantuve una discusión con una persona porque le parecía una estupidez protestar de ese modo, aquellas mujeres no le parecían serias ¿Cómo puede parecer seria una mujer que enseña sus pechos? Además, argumentaba, si la intención es provocar, no hay nada tan visto como los pechos. Estamos rodeados de pechos constantemente: pechos en la publicidad, en el cine, en las playas, en cada rincón donde te asomes ahí están los pechos femeninos pero ¿qué significado les damos hoy por hoy? ¿qué significado puede tener hoy enseñar los pechos para protestar?

La función de los pechos (además de la función de amamantar), me dijo una persona querida, es principalmente decorativa, un reclamo sexual. Así, los pavos reales tienen la cola y las mujeres los pechos permanentemente hinchados, algo que no ocurre en otras especies de mamíferos. Si es así, podríamos afirmar que la erotización de los pechos es algo natural. Sin embargo, esta idea no puede generalizarse ya que no es universal. Los pechos no tienen el mismo significado erótico entre muchas culturas africanas, por ejemplo, donde las mujeres ni si quiera los cubren. Entonces, ¿podríamos afirmar que los pechos funcionan como un fetiche erótico al igual que los pies en la cultura china? Intentemos responder esta pregunta evitando un punto de vista etnocentrista.


Otra teoría que explicaría la fascinación erótica por los pechos, al nivel de la cultura occidental, sería englobar este fenómeno dentro de la hipersexualización de la vida y la intimidad con fines mercantiles. Vivimos rodeados de publicidad y la publicidad se alimenta, en gran parte, de los reclamos sexuales. El cuerpo femenino ha sido desde siempre el gran reclamo publicitario y por esta razón sufre una normalización más agresiva que el cuerpo masculino aunque es cierto que el cuerpo masculino está sufriendo este mismo proceso.

Volvamos ahora al cuerpo como el territorio que habitamos: somos ese territorio. Sin embargo, somos un territorio atravesado por conceptos y categorizaciones. Somos un cuerpo gordo, un cuerpo estrecho, un cuerpo sexualizado, un cuerpo infantilizado, enfermo, saludable, atlético, descuidado. Todos esos conceptos atraviesan nuestro cuerpo que nunca puede verse como (aisladamente) territorio natural aunque las funciones biológicas sí lo sean. El ser humano pone su huella donde significa y vivir el cuerpo, concepto de Merleau-Ponty, es dotarlo de múltiples significados. Esos significados pueden surgir de múltiples procesos: conscientes, inconscientes, autónomos y elegidos pero también impuestos o asimilados. De esta forma, las niñas sufren una revolución en el significado de sus cuerpos cuando las mamas empiezan a crecerles. Ese proceso siempre tiene un significado y en mi caso fue sobre todo extrañeza. No debo ser la única, al menos la escritora Amélie Nothomb cuenta algo parecido. También surge extrañeza cuando empiezan a crecer los primeros pelos púbicos pero no es lo mismo puesto que los pechos duelen. Son una protuberancia que grita: ¡ya estamos aquí! Por todas estas razones, puedo imaginarme todas las crisis de identidad que se plantean en esta edad. La niña se dice a sí misma: soy un ser hecho de protuberancias, ahora sí se me puede distinguir a primera vista y así lo certifica con la experiencia: el pecho es un lugar expuesto a la mirada del otro de manera específica. Por esa razón en concreto, los pechos se viven como propios pero también como ajenos. Son un territorio intermedio, también de manera específica, entre el mundo y nuestra intimidad. Por ello, los pechos se esconden y se muestran en parte, porque son intimidad y también son espectáculo.

En mi opinión, las activistas de Femen, mostrando sus pechos, no quieren sólo provocar sino lanzar un mensaje, yo diría algo así como: mi cuerpo está sujeto a múltiples categorizaciones pero yo también puedo tener poder en esos discursos, crear el mío propio, ver mi cuerpo como un arma y exponerlo por mi propia decisión. En mi teoría, Femen no molesta, en primer lugar, a la moral puritana de las religiones (aunque ellas dirijan en la mayoría de los casos sus mensajes a esa casta) sino que molesta a los discursos dominantes sobre el cuerpo femenino: los pechos deben ser un reclamo sexual, un reclamo publicitario pero no encajan en la categoría de reclamo político.

Desde mi punto de vista, sin embargo, son el perfecto reclamo político. Tienen la fuerza del símbolo que ha sido renovado. Parece ser que, al final, los únicos discursos que triunfan son aquellos que el poder legitima pero cuando ese poder de significación emana del propio cuerpo, es decir, de la relación íntima y personal que tenemos con nosotros mismos (en este caso, nosotras mismas), puesto que somos cuerpo, ese discurso termina por hacerse consistente. En este caso, consistente a nivel político. Así, los pechos ya no son maternales, ni deseables, sino un arma de lucha: el poder de dar significado.


martes, 1 de abril de 2014

Preguntad a las mujeres

Os propongo un juego: preguntad a cualquiera de las mujeres que hay en vuestra vida cuántas veces un hombre ha intentado tocarlas, besarlas, invadir su espacio personal, intimidarlas o algo parecido sin, obviamente, su consentimiento. Seguramente quedéis alucinados.

Yo recuerdo una en concreto en un autobús. Un hombre me preguntó cuál era la parada y yo contesté simplemente con amabilidad, lo que supuso que se sentara a mi lado y me tocara la pierna. Le dije que me dejara de tocar y lo siguió haciendo, riéndose. En ese momento tenía unos 18 años y sentí vergüenza de defenderme. Pensé que había hecho algo para provocarle y que, si yo lo pensaba, la mayoría de la gente lo pensaría. Quizás había sonreído demasiado. Quizás no se debe sonreír a los hombres con amabilidad si no quieres meterte en problemas.

No nombraré todas las veces que estando con mis amigas en algún bar o discoteca hemos recibido pellizcos y sufrido tocamientos forzosos por los que se ocultaban en la oscuridad del garito en cuestión. Quizás el hecho de bailar en una discoteca es ya un motivo suficiente para que algunos crean que nuestro cuerpo es un objeto puesto ahí precisamente para ellos.

El hecho de que con 16 años ya me hubiera encontrado al menos 4 o 5 exhibicionistas masturbándose en frente de mí (con la intención de que lo viera,claro) supuso que mi inocencia se esfumara rápido. No creo que sea mala suerte la mía. Gracias a este hecho, no me sorprendió que un policía desde el coche me hiciera gestos obscenos. Esto también me recuerda el episodio que viví cuando un coche patrulla me paró andando por un parque sola y uno de los polis, el guasón, me dijera: “¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?”.

¿Por qué me ha dado por recordar estas cosas? Omito muchas, algunas por las que sigo sintiendo vergüenza e incomprensión. Lo relato para que se sepa que no estamos en condiciones de igualdad aunque la palabra “igualdad” se haya repetido infinitas veces. Si estas cosas pasan tan a menudo y a tantas mujeres, es porque muchos hombres se siguen viendo como la casta superior que, por el poder que les ha sido conferido, pueden hacer uso de todos los recursos a su alcance, aunque ese recurso sea el cuerpo de la mujer (incluso siendo una desconocida). Esta ideología se complementa claramente con la de las mujeres, las mujeres como yo en aquella situación, que piensan que si reciben ese trato es porque o bien han provocado, o bien estaban en el lugar menos indicado y en el momento menos oportuno. Cosas de la vida, nos decimos unas a otras. Mejor dicho, callamos más que contamos y siempre por vergüenza. Tampoco, como dice Despentes en Teoría King Kong, quiere la sociedad que las mujeres víctimas de acosos y violaciones se salgan del papel de víctimas y griten de rabia. Ser víctima es un rol muy concreto: el trauma, la culpa, la vergüenza, la marca. La debilidad.

Primo Levi acertó cuando dijo que una enfermedad moral significativa era confundir a la víctima con su verdugo y un síntoma de esta enfermedad es exigir responsabilidades a las víctimas. Así, la pregunta de por qué aquellas mujeres no hicieron nada, es una pregunta mal enfocada. Yo pienso que sí podemos hacer algo pero TODOS podemos. En primer lugar, educar a los hombres para que no se crean amos y dueños de nuestros cuerpos. También deberíamos educar a las mujeres para que sean dueñas de sí mismas y de sus cuerpos y puedan ejercer así su defensa, llegado el caso, ante abusos de cualquier tipo.
Si todavía pensamos que esto está superado, podemos poner como ejemplo la ley del aborto de Gallardón. Una ley que no sólo es violenta en sí misma sino que hace apología de la violencia. Esta ley dice: el cuerpo de la mujer tiene un fin distinto a sí mismo y es, por definición, un medio para otros fines. Es decir, despoja a la mujer de esa autonomía necesaria para poder defenderse en este mundo.
No podemos sorprendernos de que en este país hace escasos días hayan muerto 4 mujeres en 48 horas a manos de sus parejas. Si alguien duda de que existe una relación entre el hombre que sigue tocando la pierna de la mujer aun cuando ella le ha dicho no, el hombre que legisla contra del aborto y el hombre que mata a su pareja, no entiende el mundo en el que vivimos. Vivimos en el contexto de una sociedad enferma donde los maltratadores no son la excepción a ninguna regla porque las reglas morales siguen contemplando a la mujer como un ser cosificado.
Siempre han sido tiempos duros para las mujeres pero creo que estos que vienen van a ser bárbaros. Incluso ahora, después de escribir este artículo, confieso que no puedo dejar de sentir cierta mala conciencia. 

martes, 23 de marzo de 2010

Cantos a la vida y a la muerte de los otros.

Derrida se hacía la pregunta ¿Qué es vivir juntos? e inevitablemente surgía la pregunta ¿Se puede acaso no vivir juntos? La alteridad es un existenciario en terminología heideggeriana. El “ahí” ya incluye al otro, lo que no soy yo pero que me configura, delimita mi espacio pero también me abre las puertas.

El ser humano en soledad ensueña pero esta no es una experiencia solipsista aunque sí, valga la redundancia, solitaria. No es solipsista puesto que, al acceder a los mundos de la ensoñación, establece un tipo de comunicación, se le aparecen las imágenes amadas y sueña, al fin y al cabo, con expresar lo inexpresable y ese es el sentido de la poesía, íntima expresión pero en ningún caso hermética. No, porque allí donde está la palabra se abre un mundo de significado, de sentido, aunque siempre esté limitada. Nunca se expresa todo lo que se quiere expresar ni se entiende todo lo que se “debería” entender pero ¿existe la palabra concreta para estas sutiles realidades? ¿no es acaso el margen de interpretación (o incomprensión, como escribió Nietzsche) lo que nos hace comprensibles? Si, como pensaba Hegel, al final del camino la realidad se nos hiciera transparente ¿no moriría el ser del ser humano?

No es la razón sino el sentimiento lo que más nos humaniza, en el sentido de que nos devuelve la conciencia de ser seres frágiles e imperfectos, vulnerables hacia el otro. Es el poder de comunicar sentimientos lo que nos une en esencia puesto que antes de lo razonable está la motivación, la voluntad de poder (comprender, crear, comunicar, amar, dañar, herir, matar) y el fracaso de la misma no es una desviación empírica sino la corroboración de nuestro peculiar modo de ser en el mundo.

Si existe un destino para el ser humano este sólo puede ser el Otro, y este es un destino inevitable como pensaron los griegos. Al final te alcanza terriblemente en el amor, tediosamente en la cotidianidad, sorprendentemente en la amistad y dolorosamente en la muerte. Con respecto a la muerte del Otro, Jorge Semprún hace una reflexión en torno a este “vivir la muerte” y en concreto a la sentencia de Wittgenstein “La muerte no es un acontecimiento de mi vida. La muerte no puede ser vivida”. Ahora cito directamente la reflexión de Semprún: “indudablemente la muerte no puede ser una experiencia vivida -vivencia en español- cosa sabida desde Epicuro. Ni tampoco una experiencia de la conciencia pura, del cogito. Siempre será una experiencia mediatizada, conceptual, experiencia de un hecho social práctico. Lo que constituye una evidencia de una pobreza espiritual extrema. De hecho, siendo rigurosos, el enunciado de Wittgenstein debería escribirse así: Mi muerte no es un acontecimiento de mi vida. No viviré mi muerte.” La muerte de los otros sí puede ser vivida y esa experiencia en concreto es la que nos pone en tensión, en el límite, en nuestro límite. El relato de Jorge Semprún de donde he seleccionado este texto “La escritura o la vida” se desarrolla en un escenario concreto, el Lager, donde la excepción era la vida y la muerte de los otros se presentaba como una amenaza, repetitiva e incluso tediosa.

El territorio íntimo del ser humano es el cuerpo pero, como señaló inmediatamente después Merleau-Ponty, cuerpo vivido. El “vivir” del hombre se caracteriza precisamente por la superación de la inmediatez de las necesidades biológicas y en esta superación, radica su libertad. Una libertad que se enmarca en el tiempo y este es su límite pero no el único. Aquí está la paradoja: El ser limitado pero condenado a pensar sus límites, es decir, a intentar transcenderlos. En esta pequeña reflexión, el límite que analizamos es el Otro. El ser humano no sólo se limita por necesidad en el otro sino que se transciende así mismo en la alteridad. Es lo que es sólo de manera relacional. Se podría así analizar la afirmación de existencialistas como Sartre “el ser humano si fuese inmortal no sería humano” pareja a la nuestra “el ser humano sin el otro no sería tal”.

El cogito cartesiano, la experiencia solipsista del pienso luego existo ha quedado refutada, entre otros filósofos, por Nietzsche: Existo luego pienso pero ¿Qué es existir para el ser humano? Existir ahí, arrojado a ese ahí, imperfecto ahí, con el imperfecto otro, desde su imperfecto ser para vivir y para morir. El ser humano no sólo es para la muerte sino, sobre todo, un ser para la vida. Antes que el destino fatal de la muerte tiene que vivir la experiencia fatal de ser para los otros en tanto que es para sí mismo y siempre en esta dialéctica y nunca fuera de ella.

Hay un verso de Miguel Hernández que recoge exactamente lo que quiero expresar sólo que de manera poética y genial. Pertenece a un poema llamado “Sentado sobre los muertos” que se puede encontrar en Poemas sociales de guerra y muerte. El poema entero lo recomiendo encarecidamente.

Aquí estoy para vivir

mientras el alma me suene

y aquí estoy para morir

cuando la hora me llegue,

en los veneros del pueblo

desde ahora y desde siempre.

Varios tragos es la vida

Y un solo trago la muerte.

Cuando leí por primera vez este poema no entendía qué significaba “veneros”. Viene de la palabra “vena” y tiene dos acepciones que aquí me interesan: Origen o principio de donde procede algo y manantiales de agua. Los orígenes del pueblo, es decir, la comunidad de los otros, siendo más que puramente otros, son estos cantos a la vida y a la muerte. Canto a la vida como desdichas y alegrías experimentadas entre los otros y sobre todo a la vida, reforzada por esa segunda acepción de “veneros” como manantiales pero, también y al final, canto a la muerte como la experiencia del morir ajeno pero no enajenante. Como experiencia de unión en lo inevitable, como vivencia fraterna de ser hijos de la misma tierra.