Estos días nuestras retinas han
sido disparadas por las imágenes de los cristos crucificados, de las vírgenes
rotas de dolor y todos esos hombres y mujeres portando, descalzos, cruces de
madera. Ya sabéis, todos conocemos qué es la Semana Santa y también todos
conocemos las voces críticas que se repiten cada año como reacción a estos
rituales tan singulares. Yo no siento rabia, hoy, hacia ninguno de estos
símbolos y tampoco necesidad de hacer una crítica materialista sobre su
dimensión política. No, al menos, cuando veo los pasos de Semana Santa. Me
parecen tan pintorescos y folclóricos como las caras pintadas de los miembros
de la tribu ula-ula, las danzas de los amerindios para pedir que llueva o el
imperativo categórico. Quizás, como señala Javier Marías año tras año, lo más
molesto sea que tomen la calle y crean que es suya. Ningún otro colectivo
cuenta con tanta permisividad para hacer uso de la vía pública. A pesar de
estar de acuerdo con esto (aunque tampoco me llevan los demonios), quería
reflexionar sobre la presencia del sufrimiento en nuestra cultura.
La adoración del pueblo español
por los cristos barrocos, agonizantes, como decía Unamuno, muestra esa pasión
española por el sufrimiento en todos los ámbitos de la vida. Especialmente, en
los ámbitos que abarcan casi toda la existencia: el trabajo, la familia, la
educación… Aprendemos rápido que si no sufrimos, no ha valido la pena.
Entendemos que si no hubo un sacrificio, no se consiguió con plenitud el
objetivo. Pronto sabemos que si disfrutas, ¡ay! estás haciendo algo mal, estás
perdido o a punto de estarlo. El trabajo es un sacrificio en sí mismo, concepto
que va desde el jefe hacia el trabajador y desde el trabajador hasta el jefe y
no hace falta que este trabajo sea el peor remunerado, el más precario. No sé
cuántas veces he oído a alguien regodearse por las horas que echa al cabo del
día y todo lo que ha conseguido (materialmente) por su trabajo, trabajo,
trabajo. Si haces lo que te gusta, dicen “es como si no trabajaras”. Ya lo dice
el refrán: “quién no llora, no mama”. Las madres de mis alumnos me piden por
favor “que les dé caña”.Por otra parte, la pareja, en muchos casos, se ve
como una privación: privación de todo lo demás. Las esperpénticas despedidas de
solteros/as lo revelan: “disfruta de esta, tu última noche de soltería, porque
mañana ya serás un rehén para el resto de tu vida”. Los hijos son una alegría
pero también un sufrimiento constante, una preocupación que durará toda la
existencia porque acrecientan esa neurosis por el futuro que ya se han
encargado de transmitirnos nuestros padres. Creemos que las amistades están
para desahogar nuestras penas en ellas. Falso. En definitiva, creemos que el
sufrimiento da valor a nuestras acciones y justifica nuestra vida. Si no hay
sudor y lágrimas, todo parece un despropósito. Más allá, si no existe cierto
grado de sufrimiento ni si quiera hay vida. Como decía Schopenhauer, la vida, a
nuestro entender, es un péndulo que oscila entre el sufrimiento y el
aburrimiento.
Hablemos ahora de la alegría, esa
gran ausente en la vida de la mayoría de los individuos. No hablo de
embriaguez, aunque tampoco la descarto. Hablo del fluir, de la maravillosa
sensación de haber reído durante horas, de la paz que se siente cuando todo
está presente. Cuando simplemente comprendes o te sientes comprendido. Ese
momento cuando nada pesa, ni el bochornoso pasado ni el temible futuro. Ese
simplemente estar. De la alegría hay que decir poco, es sencilla.
Mientras pensaba todo esto,
recordaba que de adolescente me encantaba bailar en mi cuarto sola. Bailar como
una loca, literalmente. Siempre tenía miedo de que mi padre o mi madre abriese
la puerta y me encontrara dando brincos sin sentido por la habitación. Ahora me
pregunto ¿de dónde viene esa vergüenza? Lo más curioso es que no sentía
vergüenza alguna cuando perdía los papeles y gritaba de rabia o insultaba hasta
que me dolía la garganta. Todo el mundo comprende esos sentimientos: la rabia,
la crispación, la tristeza, la indiferencia y por eso no los ocultamos, les
damos rienda suelta. No nos avergonzamos cuando criticamos o chismorreamos
sobre alguien porque todo el mundo lo hace. Al menos, no nos avergonzamos
tanto como de esas bellas debilidades del alma, esas cosas que nos descubren
ante los otros. Cuando veo a una persona muy querida encantado por su bolígrafo
nuevo o su agenda nueva, por ejemplo, descubro a ese niño que era feliz
estrenando una libreta con ese olor del papel nuevo. Eso, eso tenía un
significado para él porque él también era y es eso. Esa felicidad tan simple,
tan accesible. El problema es que luego las cosas se complican o las
complicamos nosotros, directamente. Los deseos se vuelven extraños, retorcidos,
lejanos, oscuros, mediatizados, tergiversados. Creemos que somos seres carentes
de todo, necesitamos otra cosa, siempre otra cosa. Aquí no, así no. Todos los
ideales que se mantienen en esta sociedad tienen que ver con el sufrimiento: el
cuerpo escultural, la verdad, la riqueza y el poder. Tienen que ver con lo
imposible: la juventud eterna. La felicidad de la que se nos habla en la
publicidad siempre está relacionada con el consumo. El ocio, ese concepto tan
odioso, sólo tiene que ver con el consumo y el consumo con el trabajo y el
trabajo con el sufrimiento. El sufrimiento, la raíz del ocio.
No estoy hablando de la New
Age, de verdad que no. Como dice una fantástica escritora (su faceta de
actriz no la conozco)Angélica Lidell cuya obra El centro del mundo ha
sido publicada por la editorial Uña Rota, son aquellos que necesitan irse al
desierto para encontrarse y realizarse a sí mismos de los que más se puede
desconfiar en ese propósito espiritual. En realidad, yo aquí hablo de algo muy
próximo al niño de Nietzsche, es decir, a la vida espiritual superior. El
niño, dice Nietzsche, es el superhombre: juega, crea su propia realidad y goza,
goza, goza. Es un santo decir sí, en palabras del autor, donde la inocencia es
el modo de mirar la vida. Permitámonos ese gozo. Olvidemos la culpa. Recordemos
que vivir no es sólo penar, incluso cuando las circunstancias no nos acompañan.
Habilitemos espacios donde este gris actual pueda ser transformado en danza,
danza, danza.
8 comentarios:
No es tan pintoresco el imperativo categórico, mujer, aunque tenga un nombre tan feo... A mí sí que se me llevan los demonios porque unos señores se apropien del espacio público... Un poquito más de imperativo categórico pondría yo (y unos cuantos cócteles molotov, así, de aperitivo...)
Lo que dices es una verdad con matices (mira qué pareao)...Es decir, estoy de acuerdo, sí, pero hay una grieta por la que algo se escapa porque, al final... ¿sobre qué estructura material se sostiene el niño nietzscheano? Soy una aguafiestas, lo sé... Quiero decir, que al final uno elige sobre una base. La alegría es una opción, hay que defender la alegría, por supuesto, pero una alegría lúcida y serena, no la inconsciencia. Sé que no hablas en ningún momento de inconsciencia como tal, pero ese "danza, danza" ... tiene un algo tribal que no me cuadra. Luego sigo, bicha, que tengo que pirar. Muak
Lo del imperativo categórico como una expresión cultural es de Rorty. Él no lo expresó así, pero al final lo que venía a decir es que la filosofía occidental ha creído estar por encima de la cultura. Como decías,el punto de vista crítico trata de trascender la cultura pero ¿eso es posible? ¿no es una muestra más de nuestro etnocentrismo congénito? Quizás Rorty me marcó más de lo que yo esperaba o deseaba.También debo reconocer que quería picarte un poco :)
Por otra parte, querida amiga, yo sólo quería habilitar un pequeño espacio para respirar, precisamente. Este artículo es un intento, algo más práctico que teórico, de dejar de lado todas esas tristezas, tensiones que muchos vivimos hoy por hoy. Algo que he querido compartir con vosotros. Escribir me da esos momentos nietzscheanos de los que hablo (sé que a ti también) a pesar de que no exista algo salvífico en ello y por ello necesitaba por un momento no hablar desde un punto de vista de la crítica materialista (aunque sea transversal a todo) ni desde un punto de vista político. Al final, lo único que digo es que todos necesitamos un respiro de nuestras tensiones presentes, de nuestro mundo gris. Quizás hablo de evasión, sí, pero no una evasión constante. Tampoco defiendo la inconsciencia, ya lo sabes. Desde luego, estoy de acuerdo en todo lo que dices pero en ese momento necesitaba danzar. Te quiero.
Este comentario que he escrito, no sólo es a raíz de tu comentario sino de toda la conversación que hemos mantenido. Besos,bonita mía.
Pues propongo un cambio oficial del nombre "imperativo categórico" por "automoral creadora", jejeje...
Por lo demás, poco que añadir a lo que hemos hablado. Apuesto también por los espacios respirables, aunque éstos no están nunca fuera de nuestro contexto actual, por desgracia...
Y como guinda, una frase de Shakespeare:
"Cualquiera puede dominar un sufrimiento, excepto el que lo siente." y añado: éste no puede danzar :)
Automoral creadora mola mil veces más. Kant demasiado alemán para mi gusto. Nietzsche amaba Turín, quizás por eso le sienta más cercano hoy. La verdad es que siempre que explico un autor en mis clases, me termina secuestrando. Sólo hay que ver los anteriores artículos, mientras los escribía, explicaba a Marx. Síndrome de estocolmo filosófico.
Nietzsche ensalzaba los valores germánicos... de hecho admiraba a Wagner por ser la encarnación de lo germánico ...Fíjate que veo yo más alemán a Nietzshe que a Kant... Kant es, teóricamente, más "cosmopolita", aunque en la práctica el tío no se movió de su pueblo ;)...Pero es sólo una percepción personal...Dejo abierto el interrogante: ¿No ves a Nietzsche más nacionalista (más romántico) que a Kant?
Yo creo que Nietzche era más contradictorio en general.A veces le veo simplemente cínico y otras un triste hombre.Al final,todo depende de esas formas efímeras que crea la vida.
No me tengas en cuenta estos comentarios.lucho contra la resaca que tengo.La verdad es que los escribo un poco a la ligera porque siento mi cerebro plastificado.
Publicar un comentario